Después de tantos años los vuelvo a ver, todos son más viejos, todos son más tristes, difícilmente mejoran. Los años cuando se acumulan tienden a no hacerlo. Sus caras las reconozco, sus ojos los reconozco, los he visto llorar en otras ocasiones. Creo que son las únicas ocasiones en las que los veo. Me hace pensar en si serán mis ojos los que lloren por ellos o los suyos los que lloren por mi. No somos muchos y al parecer tampoco vivimos tanto ya casi nos vamos. En un lugar bonito como este o en alguno más humilde como el anterior.
Los veo irse, no quiero siquiera asomarme a su ventana, no entiendo siquiera porque tener una ventana abierta. No se si cuando sea yo, ocuparé esa ventana o sólo estará ahí para aquel que como yo, se haya olvidado de mi cara y quiera recordarme con una. Una reconstruida, maquillada, vacía. Ya no sería mi cara, pero sirve como imagen.
Muchos se comportan como si estuvieran en un Starbucks. La simple frase automática: ¿Cómo estás? Es de las más absurdas que se pueden escuchar en este momento. Veo a los que le quedan tomar el papel de inmunes al dolor, mientras organizan y hacen cuentas. Al final también es caro irse.
Es incomodo, es socialmente necesario, es lo que es. Nadie lo disfrutará y tampoco nadie se acostumbrará aunque lo haga cientos de veces.
El dolor que no es físico.
El vacío que segundos antes de saberlo no se sentía.
La forma única de cada persona de afrontarlo, hacer como que no pasa nada.
El dolor que une más por la fuerza que por el gusto a una familia pequeña que no se ve lo suficiente.
Después de todos estos años los veo sólo en momentos como este.
Llorar es sano, no necesito haberlo visto diario para llorar su partida, me duele el dolor de los que quiero.
Lloro porque me duele.
Hay pocas cosas que duelen hoy en día y gracias a Dios hay pocos días como este.
Días en los que las palabras sobran, simplemente no hay nada que decir.
Un abrazo es suficiente.
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